Ocho Pies en Lanzarote: un paseo por el Norte

El 1 de enero amaneció despejado. Las tuneras seguían en el mismo lugar que el día anterior. Sería prodigioso que no lo estuvieran aunque hubiésemos cambiado de año. Después de desayunar, con la nevera llena (tomate, uvas, manzana, pera, pasta…), marchamos en busca de una playa al norte de la Isla. Lanzarote se va mostrando delicada y abrupta, como un oximorón en sí. Con las montañas peinadas por el viento, el agua azotada por el viento, los pelos al vuelo por el viento, los molinos en movimiento por el viento.

El Malpaís de la Corona es un capricho geológico por el que pasear es un lujo. Cuántas formas inexactas, imperfectas, maravillosas, negras, quemadas que de repente desemboca en caletones de arena blanca y fina encontrando el contraste necesario. En el Caletón Blanco, donde hasta los noruegos iban con pantalón largo y chaqueta, nos bajamos en cholas y bermudas con ánimo de agua salada para empezar el año.

El Caletón Blanco está cerca de Órzola, a un par de minutos.
Los animales formando.

Tras unas cuantas carreras, saltos por los charcos y chapoteo, los corrales de piedras se erigen como refugio para jugar, comer y observar como las playas han cambiado su uso desde la llegada de las redes sociales. Más que cambiado, probablemente, intensificado: vimos un desfile de gente que llegaba al agua y posaba, con sonrisa forzada, para la foto de turno. Y marchaban. Y así, uno, dos, tres, cuatro, cinco y perdimos la cuenta. Mientras, las cebras y el león habían conquistado el territorio del tigre y todos juntos desfilaban hacia otro país. O eso decían. El Caletón blanco, aunque ventoso, es un lugar idóneo para un día de playa familiar. Calculamos marea baja para tener más playa.

Mirando el Río

Para coger un poco de resuello y calmar las cabelleras subimos hasta el Mirador del Río en busca de un café. Aún tenemos la boca abierta. No es el paisaje ni la construcción que permite su vista, sino la combinación de ambos. Lo que Manrique llamaba el arte total. Qué locura de lugar. Supongo que si han estado no cabe palabra alguna más que podamos aportar. Si no han estado, busquen un hueco en algún momento. De ahí, bajamos por Ye a Jameos del Agua para seguir alucinando. Allí, recordaré siempre, los niños enterraron a Spiderman, metafóricamente, bajo piedritas y solo dejaron sus botas a la vista, para que «se le viera un poco». Era fundamental.

No tengo ni quiero palabras para describir lo que genera en mi la obra de César Manrique. Prefiero quedármelo como una emoción no contenida, inspiradora, soñadora y absolutamente genial.

Una ruta por la costa Norte de la isla, de vuelta a Mala, donde pernoctamos, pedía una parada en zona de juegos y en la playa de La Garita encontramos una, con chiringuito cercano para acompañar la circunstancia con una cerveza que ayudara a bajar el atracón de arte y naturaleza observado. Allí los niños se encontraron con Frozen, que los convirtió en hielo. Corrieron y saltaron por toboganes y también por un skate park que ampliaba las opciones. Finalmente, rumbo a casa, échense una parada en la PCAN de Arrieta. A medio camino entre tienda de víveres y ferretería, este comercio debería contar como atracción turística: tiene más género que algunos supermercados, productos variopintos y una contable en la puerta con una calculadora antiquísima. Lo cierto es que resolvió todo lo que necesitábamos. Mañana es otro día.

Ocho Pies en Lanzarote: Parque Nacional de Timanfaya

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