
Este, desde donde te cuento esta historia y desde donde mamá fotografía los momentos, es el lugar más alto de Canarias: el Teide. Escucha: se oyen voces desde distintos lugares del mundo que vienen hasta aquí, hasta tu tierra para observar nuestro entorno natural, nuestro paisaje, nuestro corazón. A veces con su ruido y nuestro silencio no lo escuchan. Hemos llegado hace solo unas horas a Tenerife en una escala hacia un rincón al oeste de La Gomera donde, en el Charco del Conde, deberemos desenterrar un tesoro inolvidable.
Desde el Teide a Los Cristianos se cae como la seda por la TF21, con los ojos abiertos y esperando que aparezca, a lo lejos, sobre la bruma y bajo un manto de nubes en su cabellera, La Gomera, arcón de naturaleza inesperada, leyendas empedradas y sitio de tu recreo otoñal. Allí serás pirata, explorador, buceador o artista. Allí pisarás arena, barro, piedras. Olerás el inolvidable aroma de la abundancia de belleza. Te colgarás del asombro cuando los árboles atraviesen tu camino, cuando la naturaleza te engulla en su devenir cotidiano.
Desde el barco podrás ver los delfines de los que te hablé, saltando con dulzura, sincronizados. Y quizá me preguntes: ¿El barco no mata a los delfines? Y yo te responderé que sí, que es posible. Y tú me preguntarás: ¿Y por qué venimos en un barco que puede matar delfines? Y yo no sabré qué decirte.

Al llegar, en San Sebastián, te intentaré contar la historia de una torre de un conde que sometió a un pueblo que se rebeló con orgullo pero sin éxito completo y correrás por un prado hasta subir por unas escaleras de madera hasta un altillo desde donde gritarás que si allí vivía un pirata y por qué no abría la puerta. Veremos un parque infantil cerrado, un parque que habrías trotado. Nos preguntaremos, esta vez juntos, por qué las múltiples terrazas que lo rodean están abiertas y con decenas de personas tomando su alegre desayuno y charlando mientras el parque está cerrado. Y cualquier respuesta evidenciará lo ilógico de una medida trasnochada y poco esforzada.
La historia de Petra y Pedro, amantes que fueron bañados por la lava de un volcán y se quedaron de piedra a escasos metros, mirándose, pero no pudiéndose besar. La historia de Gara y Jonay y el trozo de cedro que les atravesó para bautizar al tesoro natural más hermoso que he sentido. La historia de Hautacuperche bajo su gigante figura. Las historias inventadas de piratas que aparecían en Playa del Inglés cuando el sol se ponía y también las historias reales de las personas que se subían en barcos como el Telémaco, que pasó por aquí, por Valle Gran Rey, porque en Canarias no se podía vivir.
Historias de bancales en los que se cultivaban y a los que miras con asombro o historias de palmeras que dan dátiles y de los que se hace la miel de palma que saboreas junto al queso asado. Historias de potajes de la tierra, con queso del país.

Allí, junto a aquel árbol del que salía un chorro de agua que te refrescó, recuerdo que no hizo falta que te contara una historia. Te bastó con quitarte la camiseta y empezar a correr y disfrutar, juguetear con amables pájaros que compartieron su espontaneidad y sentir que la vida se contagia. El camino hasta la ermita de Lourdes por el Arroyo de El Cedro y la bajada al salto de agua (cuidado con el desnivel) es un paseo inolvidable, a través del cual conocimos la historia de Florence M. Stephen Parry (sobre la que volveremos en algún momento) y de Domingo Medina y las tortas de raíces de helecho.
Allí donde viste una planta crecer en una vasija, verodes colgar de la cisterna y calderos viejos de los que salían plantas aromáticas es el Restaurante El Telémaco, en Hermigua. Su terraza hace cómodo el descanso. Su comida, sana el paladar. La ensalada tropical entre guayaberas y plataneras, un potaje de verduras con sabor a abuela que hace abrir los ojos y otras emociones son una buena opción.
A unos kilómetros, El Pescante, que salvó a tanta gente de la miseria y que permitió la exportación de fruta y verdura cuando no había carreteras o no suponían una posibilidad para poder sacar al mundo lo que aquella tierra daba.

El mirador de Abrante, en Agulo, es un complemento a la red de miradores que acompaña el camino y que podemos ir disfrutando. A nosotros nos gustó el Mirador de Alojera, el Mirador del Queso y también el de Los Roques, pero seguro que tiene que ver más con los momentos que con una opinión objetiva.
En nuestro caso elegimos Valle Gran Rey como campamento base y salteábamos paseos y descubrir el pueblo con escapadas al Garajonay y al resto de la Isla. Baños en Playa de Calera, Playa del Vueltas o en la icónica Playa del Inglés, un paseo por la calle El Caidero, con su colorida escalera y las casas de arte; una cena en La Salsa o a base de pescado fresco en los restaurantes próximos de la plaza del Carmen; un paseo por las calles empedradas de Valle Gran Rey, curioseando por sus comercios y aristas con profunda huella de personas llegadas desde diferentes lugares del mundo que escogieron esta pequeña localidad escondida de Canarias para vivir. Y claro, como siempre, nos quedaron muchos lugares que visitar. Pero priorizamos hacerlo con la calma de un viaje pensado para descansar, sin exigencias y con la certeza de que volveremos.

PD: En Valle Gran Rey no dejen de comer, si pueden, en un Restaurante Italiano que se llama La Islita. Palabra.









