
Los pasos matutinos del último día nos condujeron al Monte de San Pedro, que se erige como símbolo. Y como punto y a parte donde concluye el párrafo que escribe el Paseo Marítimo que se inicia en la Torre de Hércules. Un inicio mitológico y un final santísimo para cerrar una vista al Atlántico embravecido que no acaricia sino golpea. Ha vuelto a pasar, a los que somos de mar, como los isleños y los gallegos, este paisaje nos suena al pasillo de casa.



Las huellas de este mirador inmenso que corre de este a oeste y ofrece una vistas singulares y despeinadas son militares y el recorrido contiene unas baterías a las que los turistas y lugareños se suben para hacerse fotografías colgando de sus cañones o sentados sobre ellos en lo que bien una imagen pacifista. Como si las tripas desordenadas que no se recogieron a tiempo se hubiesen reordenado para mostrarlas con orgullo, o al menos con la indiferencia necesaria. Se construyeron en Inglaterra y se dispusieron para vigilar la costa norte y el arsenal militar de El Ferrol a finales de la década de los 20 del siglo pasado. Se presupone que se construyeron para matar, avisar o alertar, pero nunca entraron en combate. Los únicos disparos que registró, afortunadamente, fueron de prueba.

Un imponente mirador 360º corona este espacio natural llamado a reinar y que fue recompuesto e inaugurado para visitar en 1999. Tiene un laberinto vegetal interesante y original que lamentablemente en el momento de la visita estaba cerrado. Hay lugares en los que en invierno no parecen esperar visitas y eso, aunque a veces frustra por los cerrados fuera de temporada, tiene su gracia, porque encuentras a las ciudades con sus ropajes originales, sin edulcorantes ni maquillaje. Dos parques infantiles para diferentes edades y con unas vistas espectaculares, senderos diversos con recorridos y escondites y multitud de bancos para ver al horizonte sin mirar el reloj se dejan visitar sin prisa. Como para perderlo todo y volver a empezar.

Se puede bajar por la avenida que da al Paseo Marítimo y dejarse empujar por el viento que sacude también a las olas o por los caminos de tierra que te conducen a Los Rosales, que fue el camino que escogimos. Llegamos a la populosa Avenida de Gran Canaria que desemboca en la Plaza de la Tolerancia, un espacio circular con un atractivo parque infantil, una zona de ejercicio al aire libre, un momento de descanso y juego. Niños corriendo tras una pelota por la plaza y abuelos, bastón en mano, comentando sus habilidades y esquivando balonazos con una agilidad inesperada. Allí conocimos a Mercedes que acompañaba a sus nietos gemelos en el rato de juego y lanzaba una queja/caricia que escuchamos a menudo: «Yo los cuido con gusto, abuela, abuela, pero acabo fastidiada de la espalda y cansada. Cada día más ¿Pero qué le voy a decir a mi hija?¿Y qué os voy a decir a vosotros que teneis dos?», nos preguntaba con un castellano galaico. Mercedes tuvo tres hijas y un hijo, dos de ellas son emigrantes, una en Londres y otra en Asturias. Quien tuvo retuvo y Galicia sigue, como todos los lugares de este mundo, viendo salir a sus hijos/as y recibiendo a hijos/as de otras tierras, como la familia venezolana que sentó unos metros más allá mientras conversábamos. Y allí en la Plaza de la Tolerancia se daba este intercambio de voces y acentos un domingo cualquiera por la mañana.

En la Bodega Dobao nos pusieron una escudilla de vino con un pulpo a la gallega y media tortilla de papas que comimos sobre un barril, con cajas de refrescos del revés en modo alzadores para que los niños llegaran a la superficie. Lindaba casi con el estadio del Deportivo de la Coruña, el mítico Riazor, en horas bajas. Varias veces nos encontramos en la ciudad, sin sacar el tema fútbol, con la expresión «con lo que fuimos y dónde estamos», que daban ganas de acompañar con el pésame como si estuviéramos en un tanatorio, pero que remediábamos con un «ya volverán». La respuesta más original a nuestra lacónica propuesta la encontramos en un taxista que se arrancó con un «porque a Marta Ortega no le gusta el fútbol; a ella le gustan los caballos. Aquí a las afueras tiene un recinto donde hace campeonatos, ¿sabes? Y le va bien. Bueno, el padre tampoco puso», a lo que ya no supimos como acompañar.

En el Aeropuerto, poco antes de facturar, nos encontramos a Andrés que nos pidió una fotografía en la puerta. Pantalón vaquero, polo amarillo y sonrisa ilusionada. Había llegado de Perú hace tres años. Su familia, su mujer e hija, llegaban dentro de poco. Le quería mandar la foto para cuando aterrizaran la vieran, como si tuviera miedo de que no lo fueran a reconocer. Hacía tres años que no las veía. «La idea es que se queden, a ver, yo estoy feliz en España», nos dijo. Estaba tan contento que llegó dos horas antes al Aeropuerto y no cabía en su cuerpo la emoción. Con sus mejores galas y una gorra nueva que se había comprado por la mañana.
Y así nos despedimos de esta ciudad que tiene un sabor y aroma a una de las recetas secretas de la gastronomía gallega pero que no se encuentra en ninguna carta de tabernas o restaurantes: una ciudad con sabor a nostalgia. Un pueblo que ya tuvo que emigrar lleva la posibilidad en las venas. Se sabe vulnerable. Y eso la hace fuerte.
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